El día 24 de septiembre la Iglesia celebra el día de la Virgen de la Merced, patrona de los que trabajan en las cárceles y, sobre todo, de los internos.
Coincidiendo con esta fiesta se celebra la Semana de pastoral penitenciaria del 19 al 25 de septiembre. Según ha informado la delegada episcopal en la Diócesis de Osma-Soria, Ana Isabel Dulce Pérez, «desde la Delegación de pastoral penitenciaria hemos elegido como lema para esta Semana «La cárcel: tarea de todos» pues queremos interpelar nuestra postura, nuestra fe y a nuestras comunidades cristianas en orden a ser más fieles al mensaje de Jesucristo: «Estuve en la cárcel y vinisteis a verme»« (Mt 25, 36).
«Os pedimos, continúa la delegada, en especial a los sacerdotes y a quienes sois responsables de grupos y comunidades, y en general a todos los que nos sentimos Iglesia comprometida con los más pobres, que dediquéis esta semana -y especialmente el día 24 en la Eucaristía de vuestras parroquias- una oración y un recuerdo especiales hacia las personas privadas de libertad».
El día 24 de septiembre los miembros de la Delegación celebrarán la Santa Misa con los internos de la prisión y participán de manera activa con cuantos actos se organicen desde el Centro penitenciario de la capital soriana.
Semana de pastoral penitenciaria
La cárcel, tarea de todos
Hablar, hoy, de marginación, exclusión, etc. es similar a «hablar a las paredes»; esta actitud se incrementa cuando hablamos de la cárcel, que la inmensa mayoría de los ciudadanos no siente como suya. El afirmar que «la cárcel es tarea de todos» suena tan anómalo y remoto que parece distorsionar la tranquilidad cotidiana. Siempre se piensa que ese lugar es para otros, que «conmigo y los míos no va…» hasta que nos toca también a nosotros. Tienden a desentenderse de todo conflicto social y a refugiarse en la excusa fácil («si están en la cárcel por algo será…») quienes no han sabido ni saben qué hacer con su vida personal y se dejan llevar por los roles pasivos que les han asignado sus miedos.
Lo cierto es que, cuando traspasamos las puertas de nuestros Centros penitenciarios, caemos en la cuenta de lo absurdo que es esa disyuntiva: «adentro» y «afuera». Quien tiene un proyecto, una opción que ha hecho propia, necesita compartir con los demás proponiendo nuevas alternativas. Quien ha tomado la vida en las propias manos, necesita comprometerse en el inicio de una nueva etapa en la vida del otro. Estas personas luchan, abiertamente, por la felicidad y la libertad desde la cercanía y el diálogo; es una apuesta decidida porque, en el interior de cada ser humano, las aguas vuelvan a su cauce.
Es hora de dejar de escudarnos en el fallo y condena del otro, y empezar a sentirnos solidarios con su causa; es hora de abandonar ese dios prefabricado por nuestro egoísmo que premia a los buenos y castiga a los malos. En todo caso no es Dios el que condena, sino el hombre el que se pierde, dándole la espalda, caminando hacia el infierno de sí mismo. Lo que queda claro es que el Dios del Evangelio no lleva cuenta de los delitos sino que en su Hijo se hace pobre para que nosotros seamos ricos. Y esta presencia encarnada resulta escandalosa, como resulta inconveniente, muchas veces, nuestra presencia en los penales y entre los presos.
Es preciso apostar por el caído y acompañarle hasta que note el gozo de existir: su vida no es inútil pues hay Alguien a quien le agrada que viva. Quienes sufren la cárcel, siguen precisando personas que, desde el perdón y la reconciliación, vayan rompiendo las cadenas que aferran sus vidas y les abran las puertas de su interioridad hasta mostrarles la inconmensurable riqueza que albergan en su ser. Al principio creerán que es un sueño, pero, poco a poco, el regalo de la libertad se asentará en su corazón.
Las cárceles son nuestras, nos pertenecen; son tarea nuestra: tuya y mía. Quienes malviven en ellas son prolongación nuestra, y mientras haya una persona presa, en cualquier rincón del mundo, nuestra libertad está en entredicho.