Beatificación de cuatro mártires sorianos del S. XX

522. Es el número total de los mártires asesinados «in odium fidei» durante el S. XX en España que serán beatificados en Tarragona el próximo Domingo 13 de octubre. Después de que el Papa Francisco autorizara en julio a la Congregación para las Causas de los Santos a publicar los últimos cuatro Decretos para esta gran Beatificación que se enmarca dentro del Año de la fe, 42 mártires se unieron al grupo de los futuros beatos alcanzando así la cifra de más de medio millar.

Entre los mártires que serán elevados al honor de los altares se encuentran cuatro sorianos (al menos de nacimiento): el Hno. Gabriel Barriopedro Tejedor, claretiano; el P. Domingo González Millán, benedictino; y los Hnos. Segundo Pastor García y Silvestre Pérez Laguna, religiosos de la Orden Hospitalaria de san Juan de Dios.

El grupo de los próximos beatos está compuesto por 3 Obispos, 82 sacerdotes diocesanos, 3 seminaristas, 15 sacerdotes operarios diocesanos, 412 consagrados y 7 laicos.

Hno. Gabriel Barriopedro Tejedor, CMF

Nacido el 18 de marzo de 1915 en Barahona y bautizado en esta misma parroquia. Claretiano, recibió la palma del martirio el 28 de julio de 1936 a los veintiún años en Fernán Caballero (Ciudad Real). Benedicto XVI firmó el Decreto de martirio el 1 de julio de 2010; sus restos mortales se encuentran en la parroquia de San Antonio María Claret (Sevilla).

Los mártires de Fernán Caballero lo conforman un grupo de catorce jóvenes seminaristas en vísperas de ser ordenados sacerdotes (cuyas edades oscilaban entre los 20 y 26 años) y el Hno Felipe González (de 47 años); en la Causa de Beatificación les acompaña el P. José Mª Ruiz Cano (de 29 años), el único sacerdote del grupo.

Los hechos del martirio sucedieron en dos sitios distintos, Sigüenza (Guadalajara) y Fernán Caballero (Ciudad Real), pero fueron recogidos en una misma Causa. No es la distancia geográfica la que importaba sino la coincidencia en las mismas ilusiones juveniles llenas de fe y de generosidad, truncadas en ambos lugares con el mismo odio.

La atmósfera de violencia contra los moradores del Seminario Claretiano de Zafra comenzó apenas acabadas las elecciones de febrero de 1936. A finales de abril, el Provincial ordenó abandonar la casa y marchar a Ciudad Real. La nueva morada era un caserón desprovisto de todo y en medio de la ciudad; un lugar propicio para sufrir sacrificios hasta entonces nunca probados.

Jesús Aníbal Gómez, colombiano, escribía así a los suyos: «No tenemos huerta y para el baño nos las arreglamos de cualquier modo… De paseo no hemos salido ni una sola vez desde que llegamos, de hecho guardamos clausura estrictamente papal; así nos lo exigen las circunstancias. Por lo dicho, pueden ver que no estamos en Jauja y que algo tenemos que ofrecer al Señor».

Se respiraba ambiente de martirio y pronto se vieron sorprendidos por el asalto a la casa. El P. Superior escribirá más tarde: «Cuatro fueron los días de prisión para las catorce víctimas propiciatorias que fueron sacrificadas el día 28 y seis para los restantes. Decir lo que en estos días tuvimos que sufrir es cosa de todo punto imposible». Las cosas fueron empeorando en aquella cárcel en que se había convertido la propia casa, hasta el punto de que «trajeron prostitutas y las veíamos con los bonetes y los ornamentos paseando y asomándose provocativamente a nuestras habitaciones… Todos estábamos preparados para la muerte, que la veíamos muy cerca… Se sufrían las vejaciones y las privaciones con resignación y mansedumbre y conmiseración para con los perseguidores».

Intentando salir de aquel lugar de suplicio, el P. Superior pudo lograr salvoconductos para ir todos a Madrid o adonde les conviniera. La primera expedición para Madrid se preparó para el 28 de julio; en ella iban nuestros mártires. Se despidieron de los que quedaban: «¡Que tengáis feliz viaje!», les dijeron. Fueron a la estación de Ciudad Real en varios coches y acompañados por milicianos. Al llegar se armó un gran alboroto y se oyeron voces de: «¡A matarlos. Que son frailes. No les dejéis subir. Matadlos!». El tren pudo arrancar sin mayores sobresaltos pero las amenazas se cumplieron a 20 km de la capital, en la Estación de Fernán Caballero.

Un viajero del mismo tren cuenta así lo que vio: «Ordenaron a los frailes que bajasen, que habían llegado a su sitio. Unos bajaron voluntariamente diciendo: Sea lo que Dios quiera, moriremos por Cristo y por España. Otros se resistían, pero con las culatas de los fusiles les obligaron a bajar. Los milicianos se pusieron junto al tren y los frailes frente a ellos de cara. Algunos de los frailes extendieron los brazos, gritando ¡Viva Cristo Rey y Viva España! Otros se tapaban la cara. Otros agacharon la cabeza. Uno que era muy bajito daba ánimos a todos. Empezaron las descargas y todos los frailes cayeron al suelo… Al incorporarse, algunos con las manos extendidas gritaban ¡Viva Cristo Rey!; volvieron a dispararles y cayeron«.

Entre el montón sangrante de los cadáveres, Cándido Catalán quedó gravísimamente herido y moriría horas más tarde: «Presentaba aspecto de una resignación asombrosa, no profería queja alguna…«, dijo de él el médico que lo atendió en la Estación. Es obligado poner de relieve que en medio de tanto dolor no faltaron ángeles del consuelo; una de ellas fue Carmen Herrera, hija del jefe de Estación: «Yo y la mujer del factor, Maximiliana Santos, ayudamos a los médicos a curar al herido. Yo puse agua caliente para lavarle las heridas y la mujer del factor facilitó una sábana para hacer vendas. En la Estación yo le di de beber…«.

El Hno. Felipe González de Heredia había quedado en la capital, refugiado en casa de su hermano Salvador. Descubierto, fue llevado a la checa del Seminario en donde permaneció hasta que el 2 de octubre le sacaron para llevarle en un coche hasta Fernán Caballero. El viaje lo realizó sentado entre dos milicianas que, con una navaja, le amenazaban y pinchaban añadiendo: «Así te vamos a matar; con estos perros no hay que gastar pólvora». Al parar el coche en la puerta del cementerio, el Hno. Felipe se subió en el escalón de la puerta, se puso en cruz y gritó: «¡Viva Cristo Rey y el Corazón de María!». Una descarga de fusil acalló su voz.

P. Domingo González Millán, OSB

Tres monasterios benedictinos, y los tres de advocación mariana, quedaron en julio de 1936 en la «zona roja» o «republicana«: Montserrat (Barcelona), El Pueyo (Diócesis de Barbastro, Aragón) y Montserrat de Madrid (priorato dependiente de la abadía de Santo Domingo de Silos, situada en la provincia de Burgos). El gran santuario mariano de Montserrat había visto renacer la vida monástica benedictina en 1844. Al poco de producirse el Alzamiento Nacional del 18 de julio de 1936, los comités izquierdistas se adueñaron de los alrededores y comenzó el incendio de iglesias y la caza de sacerdotes y religiosos: la evidencia de la inminente persecución religiosa llevó a los monjes de Montserrat a decidir en capítulo el abandono del monasterio y la dispersión de la Comunidad. El último acto comunitario había sido el previo canto de las Vísperas en el coro el 22 de julio. Bien pronto, los revolucionarios subieron al santuario y se fueron incautando de algunas dependencias pero, providencialmente, quedó a salvo del intento de incendiarlo. La imagen de la Virgen (la «Moreneta«) fue escondida por los monjes, que hubieron de salir de allí sin obtener el salvoconducto que se había solicitado para asegurar sus vidas durante el viaje.

Hubo también que evacuar a los huéspedes y a toda la gente que estaba ese verano en Montserrat, pero se dio la prioridad a los niños de la Escolanía y a sus familiares para que marcharan antes que nadie. Los religiosos fueron saliendo en varios grupos y a distinto tiempo; ninguno fue asesinado allí mismo.

Los monjes de Montserrat, por lo tanto, se dispersaron por diversos lugares, pero un total de 23 (de los que uno estaba en El Pueyo) fueron detenidos y martirizados. Otros fueron también apresados, aunque finalmente no se les mató, pero sufrieron un verdadero calvario; asimismo padecieron dificultades y penalidades los que estuvieron escondidos con gran peligro. Algunos pudieron ser fraternalmente acogidos en monasterios de la Orden en la España nacional, Portugal, Francia, Italia, Alemania, Suiza y Bélgica. Por otro lado, el Obispo de Pamplona, Mons. Marcelino Olaechea, S.D.B., consiguió el edificio del balneario de Belascoain, a 22 km. de Pamplona, para que pudiera reunirse allí parte de la Comunidad y rehacer la vida regular; además, muchas otras personas ayudaron a los monjes en la medida de sus posibilidades. Una vez concluida la guerra, se restauró de lleno la vida benedictina en Montserrat.

Entre este grupo de valientes testigos de la fe se hallaba el P. Domino González Millán, nacido y bautizado en La Losilla (Soria) el 16 de septiembre de 1880. Fue martirizado el 16 de agosto de 1936 en Barcelona; sus reliquias se hayan en la Basílica Abacial de Santa María de Montserrat. El Papa Benedicto XVI firmó su Decreto de martirio el 28 de junio de 2012.

Los mártires del monasterio de Montserrat fueron asesinados entre el verano de 1936 e inicios de 1937; llama la atención la gran diversidad de edades: desde los 18 años (Dom Hildebrando Casanovas) hasta los 82 (P. José Mª Fontseré). Sus martirios no se produjeron en el santuario sino en distintos sitios al ser reconocidos como religiosos, apresados y asesinados. Así, a pesar de la autorización y supuesta protección que tenían siete monjes (cuatro padres, que eran José Mª Fontseré, Domingo González, Juan Mª Roca y Ambrosio Mª Busquets; dos hermanos coadjutores, Eugenio Mª Erausquin y Emiliano Mª Guilà; y un benedictino visitante, P. Plácido Mª Feliú) para residir en un piso de la ronda de San Pedro de Barcelona, fueron sacados en la noche del 19 al 20 de agosto por un grupo de milicianos, uno de los cuales, después de proferir una blasfemia, empujó cruelmente al anciano P. José Mª Fontseré y le tiró por las escaleras de la vivienda donde se habían refugiado, porque las bajaba con dificultad. A continuación, les dieron el paseo nocturno y los fusilaron en el cruce de la calle Dels Garrofers con la avenida de la Victoria de Barcelona. Los cadáveres, abandonados, pudieron ser reconocidos y amortajados en el depósito del Hospital Clínico y transportados el domingo siguiente en siete ataúdes hasta el cementerio, donde fueron enterrados en nichos cedidos por amigos de Montserrat (incluso un benedictino disfrazado entre la gente pudo rezar un responso individual).

Menos suerte tuvieron otros monjes de la Comunidad, como el P. Odilón Mª Costa, Dom Narciso Mª Vila y Dom Hildebrando Mª Casanovas, que desaparecieron en la estación de ferrocarril de la Plaza de Cataluña y aparecieron muertos en el depósito del Clínico el 29 de julio, sin que nadie reclamara sus restos mortales, siendo así arrojados a una fosa común del cementerio sudoeste de Barcelona.

Es precioso constatar la disposición martirial con que los monjes de Montserrat afrontaban todo lo que pudiera acontecerles, incluso hasta la muerte, como efectivamente sucedió en el caso de los mencionados 23. Así, conforme a los testimonios recogidos para la Causa de beatificación y canonización, el P. Prior, Dom Roberto Grau, aseguraba que «mi corazón se encuentra en una dulcísimo expectación» y que aceptaba a ciegas la voluntad de Dios. El P. Fulgencio Albareda, al ser detenido en Tarrasa, afirmó «ofrecer su vida a Dios por la salvación de España«. El soriano P. Domingo González indicó al hermano de un monje que «yo ya he ofrecido mi vida a Dios cuando entré en religión, y de muy buen grado la daré por Él si llega el momento«. El P. Odilón Costa manifestaba repetidamente a un compañero «su extraordinario deseo del martirio«. El profeso temporal (junior) Dom Narciso Mª Vilar decía a algunos compañeros: «¡Cómo me agradaría ser mártir!». El Hno. Emiliano Mª Guilà, conversando con un compañero del servicio militar a principios de 1936, le dijo estar seguro de que habría «persecución y que presentía que él no se libraría de la muerte, lo cual, en vez de perturbarle, le hacía estar contento, porque moriría por Dios«. Se podrían añadir varios testimonios más pero son ya una buena muestra del espíritu con que aquellos 23 monjes afrontaron el trance final, encarando la muerte con miras abiertas al Cielo, a la eternidad.

Hno. Segundo Pastor García, religioso de la Orden Hospitalaria de san Juan de Dios

Era hijo del matrimonio formado por Félix Pastor de Vicente y Escolástica García Chamorro y el segundo de dos hermanos. Nacido el 29 de abril de 1885, fue bautizado con el nombre de Pedro al día siguiente, en la parroquia de Ntra. Sra. de la Concepción, de Mezquitillas, por el Rvdo. Natalio Juanas de Diego. Sus padres eran un matrimonio sencillo, de condición más bien humilde, pues el hogar vivía del trabajo de pastoreo, que ejercitaba el padre del Siervo de Dios. Así, en ese ambiente de sencillez creció y se desarrolló, pero recibió una educación sana y cristiana que se unía a su carácter apacible y bondadoso.

A los quince años ingresó en la Escuela Apostólica de la Orden Hospitalaria en Ciempozuelos, y dos años después, cambiándosele el nombre de Pedro por el de Fr. Segundo, inició el noviciado canónico en Carabanchel Alto, donde al 20 de diciembre de 1903 emitió la profesión de los votos temporales. Como hospitalario, pasó a Ciempozuelos durante un breve tiempo, incorporándose progresivamente a diversas comunidades de España: Sant Boi de Llobregat, Valencia, Palencia, de la que fue trasladado a Ciempozuelos en preparación para la profesión solemne, que emite el día 3 de junio de 1921.

Su vida hospitalaria fue ejemplar, sobresaliendo por su afición y gusto por la cocina, en cuyo empleo pasó gran parte de su tiempo, en las diversas comunidades y centros en que progresivamente los superiores le fueron destinando: Santa Águeda de Guipúzcoa, Palencia, Ciempozuelos por muy breve tiempo, incorporándose a continuación a Málaga, donde el Señor le tenía reservada la corona del martirio.

El Siervo de Dios Fr. Segundo Pastor, formando parte de la comunidad del Hospital San José de Málaga, fue testigo de la situación tan tensa y crítica que se vivía en la ciudad con iglesias y otros edificios siendo pasto de las llamas, manifestaciones violentas, etc.; el temor estaba en que todo ello podía extenderse al sanatorio en contra de los miembros de la comunidad y de los mismos enfermos. Es entonces cuando el superior ofreció a los religiosos la posibilidad de salir del sanatorio hasta que pasasen esos momentos críticos y se normalizaban las cosas; cada uno de los religiosos manifestó su voluntad de continuar en su misión hospitalaria. La disposición personal de Fr. Segundo era de «confianza en el Señor» y de solidaridad con los otros Hermanos y con su misión en ayuda de los enfermos: «Me quedo junto a los enfermos, pase lo que pase, y quiero correr la misma suerte…».

Esta actitud le manifestó a su misma madre, cuando le escribió que fuera con ella, ya «que con lo que habían heredado de su tía y los ahorros que ella tenía, lo podían pasar bien»; a lo cual el Siervo de Dios le respondió: «que él no abandonaba la Comunidad pasara lo que pasara». Su disposición de fe y de hospitalidad, pues, estaba en una línea de fidelidad a Dios y a su vocación hasta la muerte. El 17 de agosto de 1936 por la tarde, al ser detenida la comunidad, el Siervo de Dios Fr. Segundo Pastor no estaba con los demás. Los milicianos le echaron en falta y prometieron volver por él. Una hora más tarde, el Siervo de Dios se presentó a ellos y se lo llevaron. Momentos después, desde la misma casa, se oyeron unos disparos cayendo asesinado a poca distancia del sanatorio, junto al puente llamado de los Martiricos. Era sobre las nueve de la noche. La cédula personal que llevaba en el bolsillo se la colocaron encima sobre el pecho. A la mañana siguiente, recogido en una camioneta, fue llevado al cementerio San Rafael de la ciudad, y unido a los otros seis fueron enterrados en el mismo. De esta manera, el Siervo de Dios Segundo Pastor murió mártir de Cristo y de la hospitalidad a la edad de 51 años y 33 de profesión religiosa. Sus restos esperan el día de su glorificación en una cripta, en la capilla del Santísimo de la Agonía, preparada (1941) en la Catedral de Málaga por el Obispo diocesano Mons. Balbino Santos Olivera para acoger a los mártires de la persecución religiosa de 1936‐1939.

Hno. Silvestre Pérez Laguna, religioso de la Orden Hospitalaria de san Juan de Dios

Sus padres se llamaban Doroteo Pérez y María Laguna y fue tercero de ocho hermanos; bautizado al día siguiente en Villar del Campo, su localidad natal, se le impuso el nombre de Silvestre por el santo del día. El Obispo de Osma, Mons. Pedro Mª Sangüesa y Menoro, fue quien le administró el Sacramento de la Confirmación el 13 de septiembre de 1879. A los 13 años, después de los estudios primarios en su pueblo, ingresó en la Escuela apostólica de los Hermanos de San Juan de Dios en Ciempozuelos, recibiendo el hábito religioso el día 9 de febrero de 1890, con el nombre de Fr. Silvestre. Cumplido el noviciado canónico, el 10 de enero de 1892 emitió la profesión de los votos temporales y en 1899 la Profesión solemne. Durante su vida como religioso hospitalario se distinguió por sus dotes intelectuales, gran bondad, exquisito trato y extraordinaria prudencia. Personalmente era muy austero y sobrio, y como enfermero hospitalario vivía siempre muy cercano de los pobres y enfermos siendo muy servicial. Su disponibilidad le dispuso para ocupar distintos cargos hospitalarios tanto en España como en América Latina: Prior del Hospital infantil de Valencia‐Malvarrosa (1903), del Instituto para epilépticos de Carabanchel Alto (1908), del Hospital San Rafael de Granada (1911), del Sanatorio Psiquiátrico San José de Ciempozuelos (1916) y en dos ocasiones Secretario Provincial de la Orden de san Juan de Dios en España (1914 y 1919), ejerciendo a veces de Notario Apostólico en distintos eventos religiosos.

En 1922 fue destinado a Chile formando parte del grupo fundador para introducir la Orden en aquella república, siendo el primer superior del Manicomio Nacional, Casa de Orates, un centro de ignominias que acogía 3000 enfermos; permaneció muy activo en el mismo centro hasta el año 1930. Escribió Fr. Hermenegildo Ondolegui que «siendo prior, un día Fr. Silvestre fue tratado soezmente por un médico masón (Dr. Jiménez) y había decidido el administrador de la Casa de Orates, Dn. Francisco Echenique, despedir al médico por su conducta improcedente y además pública; llamado el P. Silvestre a declarar, defendió al médico diciendo que él, por su poco tino, había descontrolado al Dr. Sr. Jiménez. El médico, mal mirado por no pocas personas del sanatorio, hasta de algunos de sus mismos colegas, quedó sin la sanción merecida. Decía el P. Silvestre, que era la mejor manera de castigarlo y atraerlo hacia Dios». Dejada la Casa de Orates aún permaneció un año más en Chile para abrir una nueva fundación, también de otro sanatorio psiquiátrico en Quillota, en 1930. Se encargó del mismo Fr. Silvestre como Prior‐fundador, haciendo las veces como Delegado Provincial de la Orden en Chile hasta el capítulo provincial que se celebró al año siguiente.

En 1931, por especial deseo del entonces General de la Orden, Fr. Faustino Calvo, fue trasladado a Roma, donde se ocupó de la farmacia pública de la Isola Tiberina; en el mismo puesto permaneció hasta el Capítulo provincial de España, donde se determinó la división en tres de la Provincia española (1934). Fr. Silvestre quedó incorporado en la Provincia Bética y pasó a formar parte de la comunidad del hospital psiquiátrico de Málaga como viceprior de la comunidad y en donde le esperaba el Señor con la corona del martirio. Se conservan de Fr. Silvestre Pérez cartas personales a la familia y de los oficios prestados durante su vida hospitalaria; tales escritos, importantes en sí, no son de especial relieve documental o doctrinal. También en varias revistas de su tiempo (Caridad y Ciencia, La Caridad), igual que otras publicaciones, con frecuencia se han hecho eco de su asistencia y presencia en diversos eventos históricos y de su intervención en los mismos.

Con las revueltas políticas, sociales y religiosas que se intensificaron en Málaga en 1936, Fr. Silvestre dio una vez más signos de su maduro espíritu religioso y entereza de ánimo. Ante los registros inconsiderados al hospital, con amenazas por parte de los milicianos, el Siervo de Dios para liberar al superior, entonces blanco de las insidias, se ofreció personalmente para permanecer momentáneamente al frente del Centro, con el fin de que el responsable directo del hospital se librara de la fuerte tensión y posible muerte, en bien del sanatorio y de los enfermos. De poco sirvieron su apoyo y ofrecimiento pues los acontecimientos se precipitaron y los planes de los milicianos en combinación con el comité de empleados formado dentro del Centro acabaron con la vida de Fr. Silvestre, juntamente con casi todos los miembros de la comunidad de Hermanos Hospitalarios del hospital. Sorprendentemente se salvó el superior. El día 17 de agosto, por la tarde, mientras los religiosos estaban dando la cena a los enfermos, repartidos por los pabellones, milicianos juntamente con varios de los empleados del comité irrumpieron en el sanatorio en varios coches, apresaron a los religiosos y se los llevaron, siendo asesinado Fr. Silvestre juntamente con los otros religiosos.

Testimonios posteriores de personas que trataron a Fr. Silvestre y de los empleados del sanatorio de Málaga expresan admirablemente su extraordinaria bondad: «le teníamos mucho afecto al H. Silvestre, al que considerábamos como un padre». Una sobrina del Siervo de Dios también recuerda que era muy humilde y servicial, y declara que ante los familiares y para otros muchos que le conocieron tiene fama de verdadero mártir. Un martirio que refleja su fidelidad a los principios cristianos recibidos y a la vocación religioso‐hospitalaria que profesó, vivió y que por lealtad a la misma siguió siempre junto al enfermo para ofrendar su vida al Señor.

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