Desde San Saturio a Fátima acariciando ese Duero que cruza el corazón de roble de Iberia y de Castilla. Caminante, sí hay camino, camino a María de Fátima. Hace más de 30 años visité por primera vez Fátima; encontré una aldea pequeña, humilde, poca gente, mucho recogimiento, mucha fe. Allí estaba la Virgen, pequeñita, con su arbolito, sin adornos, sin ceremonias multitudinarias, pero firme, dispuesta a escuchar, a ayudar, a amar. Treinta años después he encontrado un lugar monumental, moderno, muy cambiado, mucha gente, bastante ruido; pero allí seguía Ella, María de Fátima, igual: la misma fe inquebrantable, el mismo amor de los peregrinos, las mismas ganas de llegar para decirle “aquí me tienes, Madre, aquí estoy de nuevo, que se haga en mí la voluntad del Padre”. Para otros que han peregrinado era la primera vez, veían su sueño cumplido.
No voy a hablar de procesiones de velas, ni de Misas internacionales, ni del Vía Crucis, ni del gentío que visitaba las tumbas de los santos pastorcillos. Quiero hablar de personas sencillas, invisibles entre la multitud, que son, junto con otras, preciosos regalos en el camino de la fe.
Una de esas personas es una joven; venía a Fátima con un equipaje cargado de nervios, ilusión, esperanza, de sueños; quería llevarle a su madre una Virgen de Fátima bendecida. Fuimos al Vía Crucis y, al regresar, cansados pero muy contentos, nos montamos en un trenecito. La joven se mareo con el traqueteo del tren pero sólo pensaba en llegar a la explanada para que la imagen, que acababa de comprar, fuera bendecida; a pesar de encontrarse mal… ¡lo consiguió! Cambió de cara, se encontraba ya mucho mejor. Y allí estaba ella, abrazada a la imagen de la Virgen recién bendecida.
Otra peregrina tenía 82 años. ¡Qué mujer! De fe profunda, simpática, agradecida. Peregrinaba por primera vez a Fátima y lo hacía para dar gracias a Dios, para cumplir una promesa y agradecer a la Virgen su intercesión, su consuelo y cariño. ¡Qué ilusión llevaba! ¡Qué esperanza! ¡Qué fe! Cuando vio a la Virgen su cara se iluminó, casi lloró de emoción; y le prometió a María que, si Dios le da salud, volverá. Yo estaba a su lado. Su rostro me recordaba a la cara de los niños cuando, por primera vez, reciben sus regalos de los Reyes Magos: emocionados, nerviosos, agradecidos.
¡Qué regalo tan grande de Dios fue poder contemplar los rostros y vivir las historias de estas dos personas junto a la Virgen! ¡Qué emoción, qué fe sencilla sin adornos ni parafernalias! La peregrinación ha durado sólo cuatro días pero qué gran regalo. Pude mirar a mi interior, ante María de Fátima, y meditar, a modo de ejercicios espirituales, sobre mi vida.
Volveremos. Mientras tanto: ¡Gracias, Virgen Santísima! ¡Con nosotros vas! ¡Nuestro corazón te lleva!
Consagración a la Virgen de Fátima
Oración oficial en el centenario de las apariciones
¡Salve, Madre del Señor, Virgen María, Reina del Rosario de Fátima! Bendita entre todas las mujeres eres la imagen de la Iglesia vestida de la luz pascual, eres la honra de nuestro pueblo, eres el triunfo sobre la marca del mal. Profecía del Amor misericordioso del Padre, Maestra del anuncio de la Buena Nueva del Hijo, Señal del Fuego ardiente del Espíritu Santo: enséñanos, en este valle de alegrías y dolores, las verdades eternas que el Padre revela a los pequeños. Muéstranos la fuerza de tu manto protector. En tu Inmaculado Corazón, sé el refugio de los pecadores y el camino que conduce hacia Dios. Unido a mis hermanos, en la fe, la esperanza y el amor, a ti me entrego. Unido a mis hermanos, por ti a Dios me consagro, oh Virgen del Rosario de Fátima. Y, en fin, envuelto en la luz que de tus manos proviene, daré gloria al Señor por los siglos de los siglos. Amén.