Cardenal diocesano de Osma

El próximo 25 de febrero, lunes, conmemoraremos los 110 años del fallecimiento del Cardenal Sancha, natural de Quintana del Pidio -1833, en aquella época Diócesis de Osma-. De familia muy humilde, marchó al Seminario con 19 años, tras una experiencia muy intensa como trabajador del campo. Ordenado en El Burgo de Osma en 1858, desarrolló la mayor parte de su ministerio sacerdotal en Cuba, hasta que en 1875 fue reclamado desde la Península para ser consagrado como Obispo auxiliar de Toledo; en lo sucesivo ocuparía las sedes de Ávila, Madrid-Alcalá, Valencia y, una vez más, Toledo -esta vez como Cardenal primado-. Ya en vida fue llamado “padre de los pobres”; así nos lo han transmitido diversas fuentes de su época. Cuando se disponía a despedirse de sus hasta entonces diocesanos de Valencia (20 abril 1898), una multitud ingente se agolpaba en torno a la estación de ferrocarril y calles adyacentes. Todos lo aclamaron como padre de los pobres. Transcurrido mes y medio, al hacer su entrada solemne en Toledo (6 de junio), un arco de triunfo levantado para la ocasión en la plaza de Zocodover lo recibiría con la misma denominación en su arquitrabe.

Sin embargo, una reflexión más profunda sobre su vida y, especialmente, las causas de su muerte, me lleva a considerar que el título que mejor lo define es el de “mártir de la caridad”. Efectivamente, una mañana de febrero Toledo amaneció como tantos días invernales: cubierto de nieve. El Cardenal dispuso que el carromato del Arzobispado fuera pertrechado de mantas, ropa de abrigo y víveres para él mismo llevarlo a sus pobres que malvivían en los arrabales de la ciudad. Regresó aquejado de un grave enfriamiento. Aun así, al día siguiente salió al Cerro de Gracia para dar una plática a las Damas Catequistas. Fue su última salida por las calles de Toledo, que tan familiarizadas estaban con la figura menuda y amable de su Cardenal. Esta vez volvió a casa para no salir de ella sino yacente y a hombros de sus sacerdotes y seminaristas.

Sus últimas horas con vida fueron conmovedoras, como admirable era el balance de una vida ofrecida por Cristo y su Iglesia. Él era consciente de que se aprestaba para el gran abrazo, el definitivo y eterno con el Padre del Cielo. Muchos habían sido los abrazos que había prodigado en su vida a ese Cristo oculto en el rostro castigado de sus pobres. Ahora podría recibirlo personalmente de ese mismo Cristo, ya sin velos, y con una sonrisa de gloria que le invitaba a entrar en la Casa de su Señor. Su estado empeoraba por momentos. Los médicos se empleaban a fondo para aplacar la fiebre y hacer frente a una complicación gastrointestinal, además de una pertinaz disnea que vino a complicar aún más las cosas. El Obispo auxiliar, don Prudencio Melo -también burgalés-, pedía oraciones a toda la Diócesis. Con la misma sencillez con la que había vivido, así afrontaba sus últimos días de vida. Le acompañaban su sobrina María y unas damas catequistas que se alternaban en su cuidado; según se acercaban al lecho, el anciano venerable no dejaba de bendecirlas. Bendecía igualmente a sus diocesanos, hasta el rincón más apartado de una extensa Archidiócesis que él bien conocía desde sus primicias episcopales. Su alma se trasladaba a su monasterio de Tiñosillos –Ávila-, aquella primera Trapa femenina de España a la que había dejado en herencia su corazón; y también volaba allende los mares con sus otras hijas de las Antillas, la primera familia religiosa que había fundado siendo aún joven sacerdote y a las que había inspirado el carisma de la compasión.

En el Arzobispado se recibían mensajes de afecto de toda España y fuera de ella. Le leyeron el telegrama que el Papa, Pío X, le dirigía. Aquellos ojos, entornados, derramaron una lágrima de emoción al escuchar los latidos del corazón de Pedro, a quien con tanta lealtad siempre había servido. Continuamente se llevaba el crucifijo a los labios y lo cubría de besos. Ya inminente la agonía, sus últimas palabras fueron una ofrenda de toda su vida por la Iglesia. Agonizante y sin perder la consciencia, se le escuchaban, casi imperceptibles, expresiones de afecto al Señor. Cuantos se hallaban presentes se esforzaban por no hacer el más mínimo ruido, ávidos por atrapar el último aliento de aquel hombre santo. Y ese último aliento llegó en silencio: como quien se queda dormido, así entregó su alma a Dios a las dos y media de la madrugada. Expiraba vertiendo dos lágrimas que expresaban la grandeza de su corazón y de su entrega por la Iglesia. Su semblante quedó con una expresión serena, apacible, reflejo del dulce y luminoso encuentro que seguramente ya estaba disfrutando con su Señor en la gloria del Cielo.

A las 6 de la mañana de aquel 25 de febrero las campanas de la Catedral anunciaban cadenciosamente que su pastor bueno ya había cruzado el umbral de la eternidad. Hombres y mujeres salían a las calles con la pena en el alma: ya no volverían a ver a su padre -el padre de los pobres– en aquellos cotidianos y pintorescos paseos rodeado de chiquillería y gente necesitada, siendo la alegría y el consuelo de todos. Pero aquel corazón, en el que todos sus hijos tenían un lugar de privilegio, seguía latiendo con un palpitar ya eterno: lo sabían y esto consolaba sus almas afligidas. Había desaparecido de su vista pero seguiría velando por ellos. Aquellos corazones sentían como nunca la espontánea necesidad de mirar a lo Alto, siguiendo la invitación que el Cardenal había hecho a sus damas catequistas en la dedicatoria de una fotografía suya: “Les recomienda miren al Cielo. Su padre”.

Su cuerpo, sin dar señal alguna de descomposición, quedó expuesto en la capilla del Arzobispado para el último adiós de los fieles. Gentes llegadas de muy lejos quisieron orar ante los restos de aquel hombre bueno y dulce, que siempre hizo amable la vida de fe, y al que deseaban mostrar su gratitud. Aquel hombre al que la Patria debía el no haberse perdido en momentos sumamente delicados para su Historia. Aquel hombre al que la Iglesia española agradecía cosas muy parecidas y lloraba perder a uno de sus mejores hijos. El Senado de la Nación, al día siguiente, se sumaba al pésame general por la pérdida de quien consideró como “inolvidable ornamento de la Iglesia y de la Patria […], hombre modelo que suscitó el afecto y la consideración de los buenos, el respeto de todos”. Ahí estaba, a la vista de todos, aquél a quien el paso del tiempo reconocería como el gran Cardenal de la España contemporánea.

Dos días después el féretro salía de la capilla ardiente para reposar en la Catedral. Una nutrida delegación de las altas magistraturas del Estado lo acompañaban, presididos por el Nuncio de Su Santidad y nueve Obispos, junto a otras autoridades civiles y militares, un incontable número de sacerdotes y religiosos… que desfilaban en silencio entre una multitud de hombres, mujeres, niños y ancianos que estrechaban aún más las calles de la Ciudad Imperial. Antes de hacer su entrada en el templo primado, ante la Puerta Llana, el féretro fue colocado sobre un armón militar. Se le tributaron honores de capitán general, con salvas que resonaron de manera muy particular en el corazón emocionado de aquella multitud. En el interior de la Catedral, frente a la capilla de San Pedro, le aguardaba la sepultura, destinada por espacio de cien años a custodiar sus restos mortales. Aquella sepultura iba a ser cubierta con una lápida cuya inscripción, votada unánimemente por el Cabildo, era del todo elocuente: “Hecho todo a todos con ardiente celo de caridad. Vivió pobre, murió paupérrimo”. Y tanto que así fue: si hubiera durado algún día más su enfermedad, no habrían podido afrontar los gastos que la misma habría generado, pues los bolsillos del Cardenal estaban vacíos; nada se quedaba en ellos, todo cuanto recibía lo entregaba. Los pobres de la ciudad quisieron costear el bronce de la lápida, en homenaje agradecido al que consideraban como su padre, el padre de los pobres. Sobre ella no faltaron, a lo largo de los cien años que seguirían, flores sencillas de personas agradecidas a las que el Cardenal tantas veces había socorrido.

Su cuerpo, transformado en reliquia sagrada, entraría en la capilla de San Pedro tras su beatificación el 18 de octubre de 2009 para ser venerado como bienaventurado. No podía estar en otro lugar el hombre que en vida se distinguió por su adhesión leal, tantas veces probada -incluso con la cárcel-, al Papa, sucesor de Pedro. Aquel hombre cuyo último suspiro fue una ofrenda por aquella Iglesia a la que había entregado su vida hasta la extenuación. Su memoria litúrgica, el 25 de febrero, día en que “nació” para el Cielo, su cumpleaños de gloria, se celebra en su Diócesis de origen, Osma-Soria, así como en aquéllas donde ejerció su ministerio episcopal y aquellos lugares donde están asentadas sus fundaciones -Hermanas de la Caridad del Cardenal Sancha y las monjas trapenses-. También lo celebran otras familias religiosas en cuya fundación el Beato Ciriaco María fue determinante o apoyó de corazón: Damas Catequistas, Siervas de María, Religiosas de María Inmaculada, etc. Ojalá llegue muy pronto el día de su canonización y sea toda la Iglesia, presente en el mundo entero, quien lo conozca, venere y acuda a él implorando su valiosa intercesión.

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