En la Jornada mundial de las migraciones

El domingo 19 de enero celebramos la Jornada mundial de las migraciones, una Jornada que nos llama a hacer examen de conciencia para ver la idea que tenemos del inmigrante y la acogida que les hacemos como creyentes. Con el emigrante y refugiado se nos pide como Iglesia que ejerzamos con ellos nuestro apostolado, es decir, que les anunciemos a Jesús y apoyemos sus creencias y principales convicciones más profundas.

Para conocer un inmigrante debemos comenzar por conocer su personalidad y sentimientos. Todos los hombres somos peregrinos en la tierra. La conciencia de peregrinar está profundamente escrita en la naturaleza humana desde el principio (en las religiones judaica o cristiana, por ejemplo); los cristianos se sienten «el pueblo de Dios» peregrinando por el desierto de la historia. Cada uno de nosotros tiene derecho a llamarse a sí mismo «homo viator», el hombre en camino.

La emigración a otro país produce en el emigrante todo un conjunto de contrastes que podríamos resumir en dos: por una parte, el abandono de sus raíces, del ambiente familiar y social, bien conocidos y muy queridos; por otro, la colisión con otra sociedad, realidad, cultura, lengua, etc. Ambas situaciones son importantes y son fuente, en muchas ocasiones, de todo tipo de crisis.

Pero fijémonos no tanto en los aspectos negativos con los que se encuentra el emigrante sino en aquellos otros positivos que el emigrante aporta: el inmigrante/emigrante es un «hombre de esperanza»: es la esperanza de un futuro mejor pues, lleno de esta esperanza, con la maleta cargada de sueños, va directamente al futuro. Este camino le transforma y le identifica con tantos personajes bíblicos (Abraham, la Sagrada Familia de Nazaret, etc.) y, a la vez, le hace ser testigo de la esperanza en medio de ese mundo al que ha emigrado, tantas veces muy falto de esta esperanza.

Otro de los aspectos positivos que tiene el emigrante es que, al tener como equipaje sólo su maleta, es una persona que aun desde la pobreza es capaz de experimentar la libertad personal. Así se convierte en signo de tolerancia, de dialogo, de aceptación de los demás y de solidaridad, capaz de ponerse del lado del que sufre y necesita de la ayuda de los otros.

Para poder vivir plenamente esta dimensión es necesario cultivar por parte del emigrante algo tan importante como es su fe, la fe en Jesucristo, que le iluminará para acoger la nueva cultura a la que se enfrenta sin olvidar la presencia de Dios y la acción de Dios en su vida. Si es verdad que la nueva situación de la persona que emigra a otro país es una situación nueva, el emigrante debe vigilar para no olvidar sus raíces, sus convicciones humanas y religiosas más importantes, que han sido las que han dirigido siempre su vida, y no dejarse confundir por la nueva cultura que infravalora todo aquello que para el emigrante ha sido fundamental y ha dado sentido a toda su vida.

En esta Jornada mundial os deseo, hermanos, que mantengamos viva la esperanza y la ilusión con las que hemos venido a España. ¡Que nuestras esperanzas se vean cumplidas plenamente!

Artur Roczniak

Delegado episcopal de migraciones

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