Homilía del Nuncio de Su Santidad en la Coronación de la Virgen del Carmen

Querido Señor Obispo Diocesano,

Hermanos en el Episcopado,

P. Provincial y religiosos carmelitas,

Sacerdotes Concelebrantes,

Excelentísimas Autoridades,

Presidente y miembros de la Cofradía de la Virgen

Hermanos y Hermanas en Cristo:

 

Con gran alegría nos hemos congregado para celebrar la Santa Misa y como hijos, honrar a la Santa Madre de Dios, Coronando a esta Imagen Sagrada suya, que lleva el bendito título del Carmen.

La Iglesia, particularmente en la persona del Sumo Pontífice, distingue especialmente a las imágenes de Nuestra Señora, Reina y Madre del pueblo cristiano; particularmente, aquellas que, dotadas de antigüedad o por una significación particular, atraen especialmente la devoción y se constituyen en referencia para una comunidad cristiana.

Muchas gracias por vuestra amable invitación que me hace compartir y palpar con vosotros cómo la Virgen María convoca y une a todos sus hijos unidos a su alrededor. Así lo habéis entendido cuando, sin distinción, os unisteis con amor de hijos hacia Ella, y habéis preparado con tanto esmero este acto de la Coronación Canónica. Toda la comunidad cristiana ha participado, desde los niños hasta los adultos, y se ha sensibilizado también para dispensar su caridad para con los que más necesitan de ayuda, culminando así, muy generosamente, la acción social promovida con ocasión de la Coronación.

La preparación de este acto ha servido también de ayuda para comprender el valor de la reconciliación con Dios y con los hermanos, la importancia de la paz interior, paz que viene de lo Alto, y es fruto de la intervención de Dios en nuestra vida personal por el sacramento de la confesión. 

Ahora bien, si explicitamos aquí la preparación próxima a este acto tan hermoso, no podemos dejar de mencionar su preparación remota. Como bien conocéis fueron los sacerdotes hijos de Burgo de Osma los que, el año 1919, trayendo a la imagen de Nuestra Señora el cetro de plata que ostenta, expresaron el deseo al P. Prior de los Carmelitas. Deseo que hoy, gracias a Dios, vemos cumplido. En todo este trayecto, María Santísima ha sido la mano que os ha llevado a Jesucristo. Esta es su hermosa misión como madre nuestra. 

En este domingo toda la Iglesia acoge la Palabra divina que hemos escuchado en la proclamación de las lecturas propias del día. En ellas se encuentran rasgos que pertenecen a la tradición espiritual carmelita. Me refiero a la imagen del Monte en el evangelio, que nos habla de la soledad, del silencio interior, tan necesario en nuestra vida, y también al contexto de la primera lectura correspondiente al ciclo de Eliseo, discípulo de Elías, y al mismo Evangelio, en los que ocurre la multiplicación de unos panes de cebada.

Siendo materialmente incapaces e insuficientes, los panes son multiplicados por el poder divino saciando, hasta las sobras, tanto a la comunidad del profeta que moraba “en el monte Carmelo” (2Re 4, 25), como al grupo mayor de los que escuchan a Jesús, que es la Palabra misma de Dios hecho carne (Jn, 1,14).

1. La verdad se halla en la soledad y el silencio ofrecidos en el Monte

En el hombre hay una sed de verdad. Todos buscan apagar esta sed que solo Dios puede saciar sobradamente. Para hallar la verdad, el monte se presenta como ocasión de soledad y silencio interior, principio de vida espiritual. En la soledad, descubrimos que ninguno de nosotros se da la vida así mismo, sino que la recibe de un Dios creador que saca todo de la nada por su decisión y el poder de su Palabra. A nuestra “nada” le corresponde la actitud coherente de un silencio receptivo para acoger la Palabra. En tanto busquemos ese silencio que nos permite palpar la verdad de nosotros mismos, crecerá nuestra disponibilidad de criaturas e hijos de Dios para con El, y por el amor, inseparable de la verdad, brillará en nuestra propia vida el divino poder de la Palabra encarnada, Cristo.

Santa Isabel de la Trinidad, canonizada por el Papa Francisco, nos muestra la belleza de esta realidad en la Santísima Virgen María cuando escribe: “la actitud de la Virgen…es el modelo de las almas interiores; de esos seres que Dios ha escogido para vivir dentro de sí, en el fondo del abismo sin fondo. ¡Con qué paz, con qué recogimiento María se sometía y se prestaba a todas las cosas!…El Evangelio nos dice que María subió con toda diligencia a la montaña de Judea para ir a casa de Isabel (Lc 1, 39-40). Jamás la visión inefable que Ella contemplaba en sí misma disminuyó su caridad exterior…" 

2. Soledad, silencio y amor, medios espirituales que multiplican el bien en clave eucarística.

Efectivamente la Virgen del Monte Carmelo nos enseña la conjunción de la soledad, el silencio interior y el amor como opción propia de una comunidad profética llamada a dar testimonio del Mesías con el espíritu de Elías, para unir y reconciliar (cf. Lc 1,17) buscando el bien común. Nada más separa a los hombres como la avaricia, grave obstáculo a la vida interior, que divide y enfrenta, e incluso apaga el fervor y la fe como dice S. Pablo: “el amor al dinero (avaricia) es la raíz de todos los males y algunos, arrastrados por él, se han apartado de la fe y se han acarreado muchos sufrimientos” (1Tim 6, 10).

María, mujer eucarística como la llamaba S. Juan Pablo II, que recibió la complacencia del amor de Dios, es referencia para cada uno de nosotros llamados a expresar con su vida la gratitud al Señor con el don de nosotros mismos en la construcción de la civilización del amor. Como María, la comunidad cristiana está llamada a ser testimonio de ese Amor que se presenta y ofrece en el misterio de la Santa Misa, centro de la comunidad cristiana. La eucaristía, cuya institución está prefigurada en la multiplicación de los panes realizada por Jesús en el marco de la proximidad de la Pascua, como hemos escuchado en el evangelio, es el Pan de Vida que, al ser recibido estando dignamente preparados, nos transforma en Él mismo.

3. La vida de familia fomentada por María y seguros de su protección.

Mirando a María, contemplando la palabra de Dios pongamos nuestro buen deseo en el empeño como servidores de Dios y bienhechores de nuestros hermanos los hombres. En nuestra nada, en nuestra inconsistencia, Dios nos ha dado la posibilidad de amar y nos ha puesto en comunidad. La primera comunidad es la familia donde damos y recibimos amor.

En la comunidad cristiana, la suficiencia en las cosas materiales, temporales, se conseguía mediante una acción enteramente libre, pero motivada por el amor-verdad, esto es, mediante una acción apoyada   espiritualmente en respuesta a la divina gracia que la mantiene potenciando nuestra libre voluntad. S. Pablo nos ha dicho cómo esa libre voluntad actúa en el cristiano motivada por la Unidad de la divina Trinidad, causa de la fraternidad: Un Dios, Padre de todos, que está sobre todos, actúa por medio de todos y está en todos”.

Dentro de esta familia, Dios mismo ha querido ponernos una Madre que nos invita a comprometernos en el amor mutuo y a crecer a través del vencimiento del egoísmo individualista con el reconocimiento de Dios, y librándonos  del apego egoísta a las cosas materiales. La apatía, el interés individualista, el rencor recíproco atentan fuertemente a la vida de familia en que Dios ha querido poner en orden todas las cosas con el incremento del espíritu de familia. Por eso nos ha dicho también S. Pablo Sed siempre humildes y amables, sed comprensivos, sobrellevaos mutuamente con amor, esforzándoos en mantener la unidad  del Espíritu con el vínculo de la paz.”

La Virgen del Carmen es invocada en toda perturbación y peligro, particularmente en cuanto toca a nuestro definitivo destino en la vida eterna. A Ella acudimos para que en esta hora proteja tres cosas importantísimas para nosotros, la vida, la familia, la fe. Son tres realidades que se compenetran inseparables para un buen logro.  

Que la Virgen del Carmen, Madre y Maestra espiritual, nos enseñe a edificar sobre aquellas realidades espirituales que garantizan y multiplican todo bien entre los hombres. Así vivió en Beato Palafox, vuestro Obispo “viviendo a diario de lo que había de hacer cada día, desde que se acostaba y levantaba, como si obedeciese en cada hora y ejercicio a la Virgen, a quien tenía por superior y prelada”. Que María nos conceda penetrar en su alma, a ejemplo de los santos, para descubrir algo de la profundidad de su relación con Dios y aprender de Ella a realizar una vida interior verdaderamente fecunda como colaboración en el plan del Padre que ha determinado “recapitular en Cristo todas las cosas” (Ef 1, 10).

Virgen del Carmelo. Ruega por nosotros. Amén.

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