Misa de acción de gracias por la declaración como Venerable de la Madre Clara Sánchez

El pasado 3 de abril, el Papa aprobó la promulgación del Decreto que reconoce las virtudes heroicas de la religiosa clarisa Sor Clara de la Concepción Sánchez. Supone éste un paso decisivo en el camino hacia la Beatificación de la Madre Clara, si bien para que la celebración pueda llevarse a cabo hace falta un milagro reconocido por la Santa Sede y atribuido a la intercesión de Sor Clara.

Para dar gracias a Dios por la declaración como Venerable, la iglesia del Monasterio de Santo Domingo (Soria) acogerá la Santa Misa que presidirá el Obispo de Osma-Soria, Mons. Gerardo Melgar Viciosa, el viernes 12 de septiembre a las siete y media de la tarde.

Al conocer la noticia del Decreto papal, Mons. Melgar Viciosa manifestó «un profundo agradecimiento al Santo Padre Francisco por el Decreto» y felicitó «a las Hermanas Pobres de Santa Clara de la Diócesis por este día de gozo, al tiempo que rezamos para que el proceso de Beatificación siga su curso de modo que, muy pronto, podamos ver firmado el Decreto que permita su Beatificación».

En el monasterio de Hermanas Clarisas de Soria la noticia fue recibida con una enorme alegría. Su entonces abadesa, Sor Ignacia María, afirmó que se trataba de un día «muy grande para todas nosotras pero también para toda la Diócesis de Osma-Soria. La madre Clara es hoy más que nunca un pilar de la comunidad; queremos vivir sus ideales y transmitirlos a las próximas generaciones de religiosas que Dios nos regale, especialmente el amor a Jesús en la Eucaristía». Como recordó Sor Ignacia María, «muchas de las hermanas mayores conocieron personalmente a la madre Clara y el recuerdo que tienen de ella es el de haber vivido con una santa».

Las Hermanas Pobres de Santa Clara (Clarisas) poseen dos monasterios en la Diócesis de Osma-Soria: uno en la ciudad de Soria (54 religiosas) y otro en Medinaceli (9 religiosas); además han fundado comunidades en dos países africanos: Zimbabwe y Mozambique, donde viven consagradas 12 y 5 religiosas, respectivamente.

Madre Clara

Grandes ideales de la Venerable

Pero ¿cuáles eran los grandes ideales que movieron la vida de la Venerable Clara Sánchez y fueron forjando en ella una imagen de la plantita de San Francisco, Santa Clara de Asís? Destaquemos solamente dos:

La Eucaristía: Para Sor Clara la Misa era verdaderamente el núcleo de su vida espiritual. Sus deseos de verlo adorado por todo el mundo se agrandaban de día en día. Veía en la Eucaristía la prolongación del Misterio de la Cruz como fascinación del Amor. La lejanía escatológica de la Parusía del Señor la hacía próxima, íntima, en la adoración del Sacramento. Y sus ansias de amar y alabar al Señor Sacramentado se iban potenciando en proporciones incontrolables. Cuenta ella misma cómo «un día del año 1936, en el coro, comprendí que el Señor quería una cosa: Exposición permanente en esta iglesia. Desde entonces el ansia de esta gracia se me hacía sentir más y más». Y Dios escuchó la plegaria de Sor Clara: el 11 de agosto de 1942 se expuso al Señor en su trono de amor donde continúa expuesto hoy día y noche. «Lo que Sor Clara experimentó viendo a Jesús Sacramentado en la custodia no podemos intuirlo; lo sabremos en el Cielo donde aparecerán patentes a nuestros ojos las maravillas de los secretos íntimos de amor entre Dios y las almas grandes», afirman desde el monasterio.

Madre Clara pedía a Dios una comunidad de cincuenta miembros; con fe confiada colocó junto al Sagrario cincuenta piedrecitas para que el Señor las transformara en monjas. Este sueño se convirtió en realidad: Madre Clara conoció la comunidad con cincuenta y siete miembros.

La pobreza: Sor Clara soñaba con llegar a profesar la Primera Regla de Santa Clara, con el privilegio de «altísima pobreza», sin rentas ni posesiones; proveyendo a las necesidades de la comunidad con el fruto del trabajo y de las limosnas espontáneas. Una vez más, el Señor miró la humildad y el amor de su sierva: el Papa Pío XII accedió benigno a los ruegos de Madre Clara, llegándole el rescripto con la concesión el 22 de mayo de 1953. La noticia fue acogida por todas con gozo indecible. Pero algo se repetía indefectiblemente en la vida de Madre Clara: a cualquiera de las gracias que el Señor le concedía, le precedía siempre alguna prueba dolorosa, del tipo que fuera. Ella la sufría siempre con alegría y generosidad.

Madre Clara confía totalmente en Dios. Con humildad y fe profundas cada día y muchas veces al día rogaba al Dueño de todas las cosas: «Ya sabes, Señor, necesitamos: una custodia digna, un Sagrario, un órgano, vocaciones, doscientas gallinas, trabajo remunerado…». Y poco a poco, al ritmo de Dios, que no tiene prisa nunca, porque vive en eterno presente, iba llegando todo. Madre Clara pudo cantar, antes de morir, su «nunc dimittis» al Dios Santísimo: cuanto pidió, cuanto deseó, lo recibió con medida apretada y colmada. «La Providencia divina, ¡nunca falla!», decía.

La gracia de Dios no fue inútil

Sor Clara era de temperamento fuerte, pero lo dominaba siempre y ya desde niña, según nos cuentan todos, apareció ante los demás dulce, amable, atenta, cariñosa, delicada, comprensiva y condescendiente. La gracia de Dios obraba en ella maravillas; podríamos poner en sus labios las mismas palabras de San Pablo: «la gracia de Dios no fue inútil en mí» (1 Co 15, 10), y afirmar con toda certeza: no le opuso resistencia por un momento. Había llegado a obrar habitualmente desde Dios. No era ella la que vivía y obraba, era Cristo quien vivía y obraba en ella. De esto dan testimonio las que convivieron con ella por largos años y quienes la conocieron o hablaron con ella esporádicamente. Son muchas las personas que dicen: «era una mujer que no salía del campo sobrenatural, que vivía siempre en un plano sobrenatural».

Con la mirada de la fe penetraba en las profundidades sobrenaturales. Sus reacciones y actitudes eran sobrenaturalmente humanas. Comprensiva con los demás y exigente consigo misma, reconocía sus limitaciones con sencillez y agradecimiento al Señor, quien a pesar de su miseria y pequeñez, la había escogido y la soportaba en su presencia. Previsora e intuitiva con la visión que da el amor llegaba siempre a tiempo allí donde había una necesidad para poner lo que hacía falta: fe, caridad, esperanza, seguridad, paz, alegría, consuelo, optimismo…; y todo ello sin ruido, con sencillez y naturalidad, como el que no hace nada, queriendo pasar desapercibida a los ojos de todos, obrando con generosidad siempre abierta a los demás. Como verdadera hija del Pobrecillo de Asís y de su Plantita nada tenía propio: su entrega a Dios era total y su disponibilidad a los demás absoluta.

Madre Clara

Testimonios

Cuentan sus connovicias y las monjas antiguas que desde su ingreso en el monasterio fue un alma que practicó la mortificación interior y exterior: «Siempre la vimos silenciosa y recogida, trabajadora y mortificada y extremadamente caritativa. No escatimaba sacrificio alguno, ni economizaba ocasiones que pudieran darle oportunidad de ofrecer algo al Señor».

Lo mismo que de San Francisco se puede decir de Madre Clara: su alegría brotaba de la pureza de su alma y de la constancia en la oración: «Había llegado a ser más que una mujer de oración, una mujer hecha oración». Orar había llegado a ser en ella como el acto más natural de su vida sobrenatural, «como la respiración del alma».

La presencia de Dios era habitual en ella, vivía como sumergida en el Océano infinito de la Trinidad. Y esto de forma tan sencilla, tan natural, como quien no hacía nada, sin ninguna rigidez. Era algo existencial en su persona, en su alma abierta sin diques ni fronteras al Amor, a la acción salvadora y santificadora de Dios. «Recuerdo -dice una religiosa- verla por los pasillos, galerías o claustros profundamente recogida, con las manos juntas, los dedos entrelazados, la mirada hacia lo alto, absorta en su Dios, como en alta contemplación del Misterio del Amor».

Amaba a sus monjas como verdadera madre y hermana. Tenía presente las palabras de sus santos Padres, escritas en sus respectivas Reglas, y las ponía en práctica: «si la madre ama y alimenta a su hija carnal, ¿con cuánta mayor diligencia no deberá la hermana amar y alimentar a su hermana espiritual?».

Era grande su humildad y sencillez: «todas la amábamos por su entrega y generosidad, y la admirábamos por su anonadamiento, caridad y alegría, y fervor de espíritu».

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