Testigos de la fe (I)

El domingo 13 de octubre, Tarragona acogerá la Beatificación de cientos de mártires españoles en el marco del Año de la Fe. La sede elegida cuenta con una gran historia de fe cristiana y martirial, pues los protomártires hispanos son el Obispo de Tarragona, Fructuoso, y sus dos diáconos Augurio y Eulogio. Además, en esta ocasión 147 mártires de los que serán beatificados son de Tarragona, entre ellos el que fue Obispo auxiliar de la diócesis, Manuel Borrás y 66 sacerdotes diocesanos.

Entre los próximos mártires se encuentran algunos religiosos sorianos. Uno de ellos es el Hno. Gabriel Barriopedro Tejedor, nacido el 18 de marzo de 1915 en Barahona y bautizado en esta misma parroquia. Claretiano, recibió la palma del martirio el 28 de julio de 1936 a los veintiún años en Fernán Caballero (Ciudad Real). Benedicto XVI firmó el Decreto de martirio el 1 de julio de 2010; sus restos mortales se encuentran en la parroquia de San Antonio María Claret (Sevilla).

Los mártires de Fernán Caballero lo conforman un grupo de catorce jóvenes seminaristas en vísperas de ser ordenados sacerdotes (cuyas edades oscilaban entre los 20 y 26 años) y el Hno Felipe González (de 47 años); en la Causa de Beatificación les acompaña el P. José Mª Ruiz Cano (de 29 años), el único sacerdote del grupo.

Los hechos del martirio sucedieron en dos sitios distintos, Sigüenza (Guadalajara) y Fernán Caballero (Ciudad Real), pero fueron recogidos en una misma Causa. No es la distancia geográfica la que importaba sino la coincidencia en las mismas ilusiones juveniles llenas de fe y de generosidad, truncadas en ambos lugares con el mismo odio.

La atmósfera de violencia contra los moradores del Seminario Claretiano de Zafra comenzó apenas acabadas las elecciones de febrero de 1936. A finales de abril, el Provincial ordenó abandonar la casa y marchar a Ciudad Real. La nueva morada era un caserón desprovisto de todo y en medio de la ciudad; un lugar propicio para sufrir sacrificios hasta entonces nunca probados.

Jesús Aníbal Gómez, colombiano, escribía así a los suyos: «No tenemos huerta y para el baño nos las arreglamos de cualquier modo… De paseo no hemos salido ni una sola vez desde que llegamos, de hecho guardamos clausura estrictamente papal; así nos lo exigen las circunstancias. Por lo dicho, pueden ver que no estamos en Jauja y que algo tenemos que ofrecer al Señor».

Se respiraba ambiente de martirio y pronto se vieron sorprendidos por el asalto a la casa. El P. Superior escribirá más tarde: «Cuatro fueron los días de prisión para las catorce víctimas propiciatorias que fueron sacrificadas el día 28 y seis para los restantes. Decir lo que en estos días tuvimos que sufrir es cosa de todo punto imposible». Las cosas fueron empeorando en aquella cárcel en que se había convertido la propia casa, hasta el punto de que «trajeron prostitutas y las veíamos con los bonetes y los ornamentos paseando y asomándose provocativamente a nuestras habitaciones… Todos estábamos preparados para la muerte, que la veíamos muy cerca… Se sufrían las vejaciones y las privaciones con resignación y mansedumbre y conmiseración para con los perseguidores».

Intentando salir de aquel lugar de suplicio, el P. Superior pudo lograr salvoconductos para ir todos a Madrid o adonde les conviniera. La primera expedición para Madrid se preparó para el 28 de julio; en ella iban nuestros mártires. Se despidieron de los que quedaban: «Que tengáis feliz viaje!», les dijeron. Fueron a la estación de Ciudad Real en varios coches y acompañados por milicianos. Al llegar se armó un gran alboroto y se oyeron voces de: «¡A matarlos. Que son frailes. No les dejéis subir. Matadlos!». El tren pudo arrancar sin mayores sobresaltos pero las amenazas se cumplieron a 20 km de la capital, en la Estación de Fernán Caballero.

Un viajero del mismo tren cuenta así lo que vio: «Ordenaron a los frailes que bajasen, que habían llegado a su sitio. Unos bajaron voluntariamente diciendo: Sea lo que Dios quiera, moriremos por Cristo y por España. Otros se resistían, pero con las culatas de los fusiles les obligaron a bajar. Los milicianos se pusieron junto al tren y los frailes frente a ellos de cara. Algunos de los frailes extendieron los brazos, gritando ¡Viva Cristo Rey y Viva España! Otros se tapaban la cara. Otros agacharon la cabeza. Uno que era muy bajito daba ánimos a todos. Empezaron las descargas y todos los frailes cayeron al suelo… Al incorporarse, algunos con las manos extendidas gritaban ¡Viva Cristo Rey!; volvieron a dispararles y cayeron».

Entre el montón sangrante de los cadáveres, Cándido Catalán quedó gravísimamente herido y moriría horas más tarde: «Presentaba aspecto de una resignación asombrosa, no profería queja alguna…», dijo de él el médico que lo atendió en la Estación. Es obligado poner de relieve que en medio de tanto dolor no faltaron ángeles del consuelo; una de ellas fue Carmen Herrera, hija del jefe de Estación: «Yo y la mujer del factor, Maximiliana Santos, ayudamos a los médicos a curar al herido. Yo puse agua caliente para lavarle las heridas y la mujer del factor facilitó una sábana para hacer vendas. En la Estación yo le di de beber…«.

El Hno. Felipe González de Heredia había quedado en la capital, refugiado en casa de su hermano Salvador. Descubierto, fue llevado a la checa del Seminario en donde permaneció hasta que el 2 de octubre le sacaron para llevarle en un coche hasta Fernán Caballero. El viaje lo realizó sentado entre dos milicianas que, con una navaja, le amenazaban y pinchaban añadiendo: «Así te vamos a matar; con estos perros no hay que gastar pólvora». Al parar el coche en la puerta del cementerio, el Hno. Felipe se subió en el escalón de la puerta, se puso en cruz y gritó: «¡Viva Cristo Rey y el Corazón de María!». Una descarga de fusil acalló su voz.

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